El pan de Agustín

 


 

La receta del pan que hacía mi abuelo la aprendió de muy joven. Fue al acabar la guerra cuando abrió la panadería de la calle Reina, cuyas máquinas y horno aún se utilizan.

No recuerdo la primera vez que entré a la tahona, pero quizá lo hiciera dentro de un carrito de bebé, al calor de la retama incandescente.  Mi madre seguro que atendía mis cuidados mientras ayudaba en la panadería familiar.

Con los años sigue en mi retina aquellos camiones que traían harina en sacos de 100 kilos, algo impensable en tiempos como estos. Luego  redujeron su peso a 50, pero los suministradores, unos de Villanueva, otros de Campo de Criptana los portaban de dos en dos, para terminar antes la jornada.

El producto se elaboraba en pleno conticinio. Son esas horas de la noche en que todo está en calma. La masa madre, quizá del  1939, en contacto con el agua, la sal y la harina se une en perfecta armonía en la artesa, mientras los vecinos de la noble villa duermen el más plácido de los sueños

Una vez unidos los ingredientes, y luego refinados, se van cortando en trozos con su adecuado gramaje para darles forma.  Así, van surgiendo barras, roscas y hogazas, que mimosamente arropadas crecen al calor de un brasero.  Y cuando el gallo canta y el sol acude con sus primeros rayos, el horno abre sus fauces para calentar el primer alimento natural (p.a.n.).

Un alimento que dio de comer a muchas personas en tiempo de posguerra. Recuerdo el aprecio que le tenía la gente a mi abuelo recordando aquellos vales fiados, aquel pan que alimento a las personas más humildes del pueblo. Con esa gratitud conversaban, mientras mi abuelo le daba el visto bueno a aquellas hogazas de kilo elaboradas por sus sucesores.

Ya ven. Para conseguir un buen pan hay que madrugar. Y es que como decía sabiamente Agustín, panadero y sereno no se puede ser.

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