Desde hace algún tiempo cunde la sensación de que no todos somos iguales ante el fisco y muchos principios básicos de nuestro derecho han saltado, de facto, por los aires.
En nuestra Carta Magna se determina que el establecimiento de los impuestos y la exigibilidad de los mismos no se basan en el libre albedrío del
legislador, y mucho menos del gobernante de turno.
Tampoco la actividad inspectora o recaudadora de la administración debe
tener en cuenta el privilegio de unos frente a la obligación de acatarla de los
demás.
Estos principios (generalidad, progresividad e igualdad) son claramente
comprendidos por cualquier fiscalista, e incluso por cualquier persona o
contribuyente.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, parece que la carga
tributaria no es para todos igual y algunas personas, por su posición o su popularidad, gozan de
amplios privilegios, moratorias y exenciones de facto.
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