
Normalmente, el
arrogante actúa sin preguntar, juzga sin discernir, se muestra ante todos
incorruptible, pero bajo la manga, esconde sus peores miserias.
Durante mucho tiempo, la
arrogancia se ha abierto paso en el mundo. Nos quisieron inculcar a todos una inefable
ceguera, y en parte lo consiguieron.
Así, hemos llegado a conocer gobernantes deslumbrantes como sacados de un
cuento tragicómico. Unos se saltaban las normas y castigaban a sus
fiscalizadores. Otros nos vendían recetas mágicas que no eran sino un producto
banal, una réplica de anuncio de
crecepelo. Los más, se arrogaban la capacidad de representarnos a todos, cuando
en realidad no se representaban ni a sí mismos.
Un día, como en el burro de la
fábula, se supo por casualidad que toda esa publicidad y verborrea no tenía fundamento.
Aún así, el ego desbordado, que es hijo del cinismo y de la megalomanía, quiso
decirnos "no es lo que parece". Sin
embargo, hemos entendido que, aunque el mundo no es tan simple, los que nos
representan no son tan honrados.
La altanería suele carecer de luz
de certeza. Como sabemos la certeza suele llegar por fases y, a veces, por
casualidad. Si no fuese así sería una verdad deslumbrante, increíble. Menos mal, porque si algunos llegaran a
conocerse, o conocer los que les rodean, se sonrojarían al ver su pequeñez en
un mundo tan infinito o su soledad, en una realidad tan virtualizada.
En realidad, somos tornasoles de
un campo perfectamente diseñado para que giremos al tiempo acompasado del
viento del mar. Si releemos el cuaderno
de bitácora, si volvemos la vista atrás, nos damos cuenta de que todo sigue
siendo lo mismo y raramente cambia.
Somos residentes de la oscuridad placebo, esclavos del dato sutilmente distorsionado. De lo contrario, el mundo se descubriría como un iceberg invertido.
Somos forasteros de un país, de
un lugar, donde creemos tener el mundo en nuestras manos y son otras manos las
que nos tienen a nosotros. Todo está digitalizado. Como en el proverbio, algunos
creen mirar a la luna y en realidad miran al dedo.
Que no os desborde el arrojo de
los narcisistas, de los arrogantes,
porque son tan pobres de
entendimiento como todos nosotros. A poco que se mueva el agua entenderán lo
efímero que es su reflejo.
Por eso, cuando uno va echando
años en la mochila de su crono, es maravilloso saber que en este mundo también hay
personas que son humildes. Gentes que
esmeradamente estudian, trabajan e
investigan por un mundo mejor. Su melodía suele ser la del silencio. Así es
como conquistan los trocitos de verdad que encierra el mundo.
Es enorme el mérito de los auténticos. Me alegra percibir la fuerza de la modestia. Es esa originalidad, muchas veces contra corriente la que alumbra el orbe. No importa que haya un tahúr o un plagiador esperando apuntarse el tanto. La fuerza de la humildad no entiende de adulaciones o falsos reconocimientos.
Alguien me dijo un día que los
desbordados egos perecen con el tiempo. Son como esa gran ola que luego se
convierte en espuma. Es ese zarpazo en
la arena que la vida suele dosificar,
como bromuro necesario de las mezquindades.
Cuando encuentres en tu vida a un
jactancioso, me dijo, piensa que es como
el burro que sigue cuando el camino ya terminó hace tiempo. No es necesario
decirle nada. Al final, el tiempo les enseña la linde y nos pone a cada uno en
nuestro sitio. Sé amable y actúa lo
mejor que sepas, porque eso es cuanto te llevarás al otro mundo.
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