Aprendiendo a escribir.

Casi treinta años después de esbozar mis primeros trazos, en un cuadernillo Rubio, comprado previamente en la Droguería de mi tía Veredas, confieso que este arte gráfico no tiene fin.
Sea con el lápiz Alpino o Staedler de los párvulos de mi infancia, sea con el Bic de los bachilleres en mi adolescencia o con el ordenador pentium de mis años universitarios, el arte de escribir es un proceso de constante mejora. Cuando releo mis artículos, post y demás resultados de mis ilusiones, paranoias o propósitos, entiendo que siempre habrá una nueva palabra más precisa.

También, debo reconocer que el estado de ánimo moldea nuestros escritos, ya no sólo en grafía, sino en estilo.
Vaya aquí pues, mi grato reconocimiento a los profesores, de Torrecampo y Pozoblanco, que me inculcaron el buen hacer y me corrigieron, en su día, de las disgresiones ortográficas. Sin aquellos ejercicios, de cumplimiento vespertino, no habría sido posible que hoy pudieseis leer algo mínimamente decente.

Las tardes al salir del colegio comenzaban con el Barrio Sésamo, el cumplimiento diario de los deberes escolares, un bocadillo de queso o de chocolate Hipólito Cabrera y como no, el partido de fútbol en el plazar. Así fuimos creciendo.
Ahora, mi propósito, es mejorar el estilo, como si un antiguo profesor de literatura me lo demandara. Nunca se termina de aprender. Por eso, con buen acepto ideas. No será un brindis al sol, sino el mismo Sol que alimente la estructura de mis frases.

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