El respeto.


De pequeños nuestros padres nos enseñaban que debíamos hacer, cómo comportarnos. Todo era más fácil. Siempre se ha premiado la obediencia y el respeto, aunque con las fiebres de la adolescencia esto se fue matizando con una fresca rebeldía.

El tiempo y las circunstancias pueden cambiarlo todo. Observo y me limito a observar. De la ácida rebeldía se puede pasar a una torpe bravuconada o en sentido contrario, en el refugio de obedecer la consigna dominante. 

Al margen de estos extremos, gestionando bien los comportamientos, se puede optar  por ser tranquilamente asertivos. Eso sí, no es fácil, mientras miras con asombro todo lo que está sucediendo. 

Para no perder el norte, en este maremagnum de la ética dominante, hace poco volví a leer a Kant. 
El nos sugiere “lo que debemos hacer”, que de manera muy resumida es actuar libremente de un modo justo, más allá de lo que pensemos o queramos. Es tratar a las personas por lo que son, no por lo que tienen o por lo que pueden hacer por nosotros. Es saber defenderte con imparcialidad, de los efectos colaterales de las discusiones bizantinas, de los mensajes interesados, de las nuevas costumbres.

Si todos cumpliéramos esta máxima no sería necesario obedecer porque todos nos respetaríamos. Toda una oda a la libertad, de hace más de 200 años, de la que el ser humano no ha aprendido nada. Es más fácil caer en el simplismo y olvidar los matices.

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