
Venimos al mundo sin gafas, sin
nada escrito, "in albis" y un día sin saber porque las llevamos puestas. Lo mismo pasa con ese estado de pureza que se
va deformando con las experiencias de la vida, o de lo que vemos con las gafas
que nos van poniendo.
Si nos ponen unas gafas de sol
todo lo vemos más oscuro y nadie puede ver el color de nuestros ojos. Es una
visión más sombría, pero nos protege de los rayos del sol. La poderosa luz del astro rey ya
no nos ciega. Con las gafas de sol el mito de la caverna hubiera sido otra cosa.
Si usamos unas gafas para ver de
cerca ignoramos la visión de lejos y viceversa. Unas veces miramos al dedo que
señala la luna, otras veces miramos a la luna sin saber quien está señalando
con el dedo. Y después de tanto mirar para un lado y para otro, al final
entendemos que lo mejor son las bifocales o las progresivas.
Cuando eres pequeño te dicen hay
que ver más allá. Cuando eres mayor una vocecita te indica que tienes que ver
lo que tienes cerca. Y cuando ya estás de vuelta de todo sabes que si miras demasiado a las estrellas puedes
caerte, pero si miras demasiado al suelo nunca verás el horizonte.
La calidad de una lente suele ser
la gran diferencia de todo. Hay quien
muere sin saber que no es lo mismo una gafa de óptica que una de bazar chino.
La realidad no se ve igual con graduación y anti-reflectantes, donde el reflejo
resbala antes de llegar a tus pupilas. Por
desgracia, en el tiempo que nos ha tocado vivir, la mayoría usa gafas virtuales
de cristales rayados y al mínimo centelleo deviene una distracción.
En fin, pensamos que en el país
de los ciegos el tuerto es el rey, y resulta que no, que es el que manda calibrar las
dioptrías.
Aquella niña de la cuarta mesa
hoy es ya una joven que se operó la vista. Sus ojos pueden ver perfectamente
sin las gafas, pero recordará toda la vida aquel día en que no pudo leer la
tercera secuencia de letras.
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